31/7/07

DE PUÑETERA CASUALIDAD

(Publicado originalmente el 9.12.2005 en lacoctelera.com/pianistaenunburdel)


El otro día, en un descanso del trabajo, discutí con una compañera sobre el azar. Sobre la legitimidad del uso del azar en la narrativa dramática. Ya saben: esas casualidades sin las cuales no habría película.

El arranque de la discusión fueron los tres encuentros casuales que se producen en las calles de Londres en la magistral, inconmensurable Match Point. Encuentros que, al menos un par de ellos, son determinantes en la trama. Encuentros que yo defendía, y defiendo, como perfectamente plausibles, y a los que, como guionista, no pongo la menor pega.

El argumento en contra no era moco de pavo: “claro, como Londres es una ciudad tan pequeña, la gente se encuentra así como así”. Mi compañera se quejaba, en fin, de que el cine actual es una apología de la casualidad: relaciones nacidas del azar, terribles desgracias generadas por una puñetera coincidencia, soluciones caídas del cielo como que no quiere la cosa...

Es posible que así sea. Y supongo que habría una razón para ello. Quizá el crecimiento enloquecido de las ciudades occidentales; la inoculación interesada de una falsa sensación de inseguridad; y el deterioro imparable de nuestros derechos civiles, nos hayan llevado a soñar con azares maravillosos. O terribles, pero plenos de sentido: como los actos de una indefinible divinidad. Algo que nos permita sacudirnos la penosa sensación de ser una hormiga más en mitad de la marabunta, sin el lastre intelectual de tener que aceptar que existe un Dios.

Pero independientemente de las corrientes actuales, mi opinión es que el azar tiene una importante función en el drama, y no tiene por qué ser un recurso narrativo barato.

Un ejemplo de azar “del bueno” sería North by Northwest (Con la muerte en los talones): Roger O. Thornhill está tomando una copa en un hotel. Mientras un mozo pregunta en voz alta por un tal George Kaplan, Thornhill levanta la mano para pedir que le atiendan. En el preciso instante en que preguntan por Kaplan, Thornhill levanta la mano. Una casualidad, sin duda, que hace que unos espías le confundan con Kaplan, y que su vida esté a punto de irse por el retrete. No conozco a nadie que haya puesto pegas a esta coincidencia.

Del azar chungo hay mil ejemplos: la pistola que se encasquilla cuando más conviene; los enemigos que, en lugar de zurrar al protagonista a la vez, atacan de uno en uno y ordenadamente; y el súper-clásico: ese amigo –negro, a ser posible- que aparece inesperadamente para disparar al malo-malísimo en el preciso instante en que éste iba a matar al protagonista.

Cuentan que, en el estreno de Stagecoach (La Diligencia), John Ford fue interrogado por la escena en que cientos de indios persiguen a galope tendido una diligencia, intentando obsesivamente acertar con sus flechas a los pasajeros del coche.

PERIODISTA.- ¿Por qué no disparan sencillamente a los caballos, detienen la diligencia y masacran a los pasajeros?

FORD.- Porque se acabaría la película.

Esa presuntuosa respuesta contiene la solución para muchas de las crisis de ética profesional relacionadas con el uso del azar. Mi postura al respecto es muy sencilla: el azar siempre es legítimo cuando sirve para crear conflicto. Lo que resulta inaceptable para el espectador es que sirva para resolverlo.

En definitiva, la discusión no era en torno al azar, sino a la verosimilitud. O, dicho de otro modo, lo que se discutíamos era la probabilidad de que algo ocurra. Y, en ese sentido, yo soy radical: no podemos permitir que una estadística estropee una buena historia.
Porque las historias tratan siempre de acontecimientos extraordinarios. Un paseo por Madrid en el que no te encuentras a nadie, no tiene ningún valor dramático. Pero si te encuentras a tu pareja entrando a un restaurante con un desconocido, la cosa empieza a mejorar. Y si, oh casualidad, ese día te había dicho que comería en casa de su madre... Esto empieza a parecerse a una historia, algo que hace que el espectador sienta que ha invertido bien sus 6€.

Y es que, seamos serios, el espectador quiere que los personajes se encuentren y diriman sus conflictos. La vía para llegar a ese enfrentamiento conflicto difícilmente será cuestionada. Porque la verosimilitud demandada es inversamente proporcional al espectáculo suministrado, y directamente proporcional al número de minutos transcurridos de película.

Piensen, si no, en las probabilidades que hay de que intenten matarte con una avioneta de fumigación, en lugar de pegarte un tiro como se ha hecho toda la vida. De hecho, es ahora cuando pueden pensar en ello, porque seguro que fueron incapaces de pensar en nada la primera vez que vieron a Cary Grant rebozarse por el polvo intentando salvar la vida, en esa catedral del cine que es North by Northwest.

Y en lo tocante a encuentros casuales, recordemos cómo se lo montaba Shakespeare. Por ejemplo, en El Rey Lear.

P.S. Y ya puestos, ahí va una cita que, después de tanto tiempo, sigue siendo válida para explicar cómo se gana la vida un guionista:

EDGAR
When we our betters see bearing our woes
We scarcely think our miseries our foes.

(Cuando vemos a hombres de superior jerarquía compartir nuestros males e infortunios, casi damos al olvido los propios).

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