31/7/07

PECADO ORIGINAL

(Publicado originalmente el 5.2.2006)


“Dios ha muerto. Nosotros le hemos matado. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ella?”.

Siempre se me viene a la cabeza este pasaje de La Gaya Ciencia cuando me topo con uno de esos libelos sobre las estrellas de Hollywood. Me pasó también leyendo Easy Riders, Raging Bulls, el encumbramiento definitivo de la prensa rosa a las estanterías del periodismo. Y hace un par de años, cuando cometí el error de ver un noticiero en televisión. La primera noticia trataba sobre el internamiento de Maradona en un centro hospitalario. “Al parecer”, dijo la presentadora, “el motivo de su ingreso no han sido las drogas”.

¿Por qué disfrutamos tanto viendo caer a las estrellas? ¿Acaso no es por el inmenso poder que tienen sobre nosotros? Nada hay de atractivo en un ciudadano anónimo detenido por solicitar los servicios de una prostituta. La noticia de un tipo cualquiera que vuelve un día a su casa y se encuentra a su mujer asesinada sólo nos mueve a la compasión. Y un hombre fumando marihuana en la habitación de un hotel tiene un nulo contenido dramático.

Pero si cambiamos al ciudadano anónimo por Hugh Grant; al tipo cualquiera por Roman Polanski; y al del porro lo llamamos Robert Downey Jr., tenemos unos interminables culebrones ocupando titulares en todo el mundo. ¿Es sólo la fama de sus protagonistas lo que multiplica el interés? Yo creo que no. Lo que hace apetitosas esas historias es que muestran el lado débil de gente poderosa.

Los dramaturgos, los magos, los cómicos, tienen una capacidad mágica para seducir, aterrorizar o hacer cosquillas a su público. Y aunque, por un lado, a todos nos encanta que nos hagan eso, también en parte nos inquieta. Porque no nos explicamos cómo lo consiguen.

Juan Tamariz ejecuta uno de sus brillantes trucos y nos quedamos con la boca abierta, sonriendo como bobos, pero también oyendo una voz interior que nos dice: "¿Cómo coño ha hecho eso?"

Y lo que es peor: “¿Cómo es posible que me engañe una y otra vez?”

En el fondo de esas preguntas, hay una sensación de inferioridad: la que se tiene ante alguien que es, indiscutiblemente, más listo que tú.

Por lo general, el artista consigue que el público mire a su obra, no a él. Pero en esta enloquecida sociedad de la información no nos basta con la obra de arte, queremos saber más del artista.

En el fondo de ese voyeurismo galopante subyace la insensata ambición de que nos cuenten el truco. El impulso que lleva a un espectador a ver un making of, o a interesarse por la vida privada de una estrella, no es un disfrute verdadero. Es la misma mezquindad que lleva a probar la fruta prohibida, a matar a la gallina de los huevos de oro.

Pero son los huevos lo que tenemos que disfrutar. La gallina no tiene nada de especial. En el momento en que conoces el truco, la magia ya no existe. ¿Quién quiere eso? Sólo una persona lo suficientemente vil como para odiar la virtud ajena. Esa persona cree que la desgracia de los seres superiores le hace a ella menos inferior.


Es la gente que usa frases como “ese se mete de todo”; la que pregunta cosas como “en ese mundillo hay mucho maricón, ¿no?”; los que aseguran que “a ése se le ha subido el éxito a la cabeza”. Son esos que, en el colegio, temblaban de emoción cuando el listo de la clase salía a la pizarra. Estaban rezando para que se equivocase.

No es sólo envidia. La envidia consiste en desear lo que otros tienen. Es mucho peor desear que nadie tenga lo que tú no consigues tener.

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