12/8/07

MANUAL DE SUPERVIVENCIA PARA GUIONISTAS / 12

Más tarde o más temprano, un guionista profesional acaba metido de jurado en algún concurso. Hace ya unos años que yo no participo en ninguno, pero un colega mío anda metido ahora en uno de esos embolados, y me dice que debería publicar algo sobre cómo sobrevivir a una deliberación. Lo intentaremos.

Ser jurado suele ser un coñazo, especialmente si se juzga algo en lo que eres experto. Porque el fallo del jurado depende en un 90% de la dinámica de grupo que se establezca en las deliberaciones. Y el que se erige como líder no es necesariamente el que más sabe del asunto. Y eso no es divertido. Porque si leerme cien guiones de principiantes ya me deprime hasta hacerme pensar en el suicidio, el ver cómo se premia a uno que no es el mejor me hace pensar más bien en el genocidio. Y que eso ocurra sólo por la labia y el don de gentes de una persona que no ha escrito un guión en su vida, me hace concebir ideas asesinas para las que ni siquiera se ha inventado un nombre todavía.

Pero uno va aprendiendo a manejar estos saraos. Todo es cuestión de diplomacia. Uno llega a las deliberaciones con ideas fijas, pensando “éste es el que tiene que ganar”. Pero, por pura estadística, tiene que prever que los otros miembros piensen de forma distinta. Y si es así, no hay que desanimarse. No creo estar exagerando si digo que el 75% de los guiones que se presentan a concursos son, lisa y llanamente, basura. De manera que, si se han presentado 100 concursantes, las discusiones no abarcarán más de 20 ó 25 títulos. Como mucho. Salvo que alguno de los miembros esté rematadamente loco, se parte de una base de consenso, sólo hay que discutir los flecos. No hay secretos para ganar, pero sí algunas claves para no empezar con mal pie.

Mi truco consiste en no encastillarme. En mostrarme ecuánime, abierto. Dispuesto a cambiar de idea si alguien argumenta de forma convincente. Pero a la vez quiero defender a mi ganador. ¿Qué hago? No descubrir todas mis cartas. En realidad, la técnica no es muy distinta de La Maniobra 36: hay que dar un poco de carnaza a las alimañas. Esto es: proponer un título que en realidad no me gusta, a sabiendas de que a ellos tampoco les va a gustar. ¿Para qué me sirve eso? Para escuchar sus argumentos, y para que se escuchen entre ellos.

Los que rebatan mi propuesta de manera más agresiva, perderán puntos ante los miembros más ponderados. Por mi parte, sólo tengo que invitarles a explicar, con argumentos, por qué no les gusta. Muchas veces no lo consiguen, y es otro miembro del jurado quien, con más calma, explica su rechazo. Pero incluso si uno de los agresivos consigue rebatir argumentalmente, cederé con deportividad y quedaré en una posición respetable, magnánima incluso. La próxima vez que proponga a un candidato, obtendré respeto: porque sé discutir y ceder. Y entonces será cuando propondré a mi candidato de verdad. Y, naturalmente, me habré preparado para explicar mi propuesta con argumentos.

Por lo demás, trato de hablar siempre en positivo. Cuando no es posible, intento empezar mis críticas con un “desde mi punto de vista” o un “tal como yo lo veo”. Es decir, trato de no pontificar, de no dar por hecho que mis argumentos son la palabra de Dios. Sólo son un opinión, humilde y respetable como cualquier otra. Y nunca entro al trapo de las provocaciones. Si alguien contesta a mis argumentos con un “ese guión es una mierda”, lo único que obtendrá de mí será una mirada de extrañeza.

La verdad es que, leyendo esto, parece que el mejor consejo que se puede dar sobre los jurados es evitarlos. Tampoco es eso. Son aburridos, deprimentes y están mal pagados -cuando se pagan-. Pero alguien tiene que cuidar de que los nuevos talentos tengan una recompensa por su esfuerzo, ¿no? Y lo cierto es que resulta tan gratificante entregar premios como recibirlos. Como dicen los yanquis: it's a shitty job, but someone's gotta do it.

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