4/8/07

WORD vs AVID

(Publicado originalmente el 6.4.07)


Escribíamos una sitcom baratita, de esas que tienen un par de estrellas en el reparto, pero ni un duro para exteriores ni efectos especiales, por simples que fueran. De hecho, suele haber una relación causa-efecto entre ambas circunstancias, no sé si me entienden.

Según mi experiencia, cuando un productor escatima dinero de partidas fundamentales para poder pagar a estrellas, la producción no va a ser agradable: los resultados serán cutres, y los productores culparán a los trabajadores. Pero cuando lo hace para poder pagar a cualquier estrella, sea o no adecuada para el papel, la producción va a ser, además, un fracaso. Opino que el establecer una relación directa de causa-efecto entre tener una estrella y tener éxito es la manifestación más pura de la estupidez humana.

Voy a explicar lo que ocurrió con esta sitcom: como el 99% de las producciones, en un primer momento se planteó a lo grande: tres días para cada capítulo de 25 minutos; el primero para ensayar, y los dos siguientes para grabar. Y con público, nada de risas de lata. Y dirigida por alguien de renombre. Digamos que las expectativas eran equivalentes a las que se tienen ante el primer polvo.

Entonces, empezaron a buscar estrellas. Y todo el mundo estaba ocupado, o cobraba barbaridades. Y lo mismo con los directores de renombre. Pero con éstos, enseguida bajaron el listón y acabaron contratando al director de exteriores de una serie que no tenía exteriores. O sea, al que grababa los planos de situación. Sin embargo, con las estrellas no querían bajar el listón. Les daba igual la Interminable Lista de Ejemplos que demuestra que las estrellas no garantizan el éxito, pero las chapuzas sí garantizan el fracaso. El productor prefería una chapuza con estrellas a una obra de arte con caras nuevas. Aunque él no lo decía con estas palabras, claro.

Así que contrató a dos estrellas que han demostrado sobradamente que tienen menos gracia que un funcionario de Hacienda, y les pagó las barbaridades que piden sus agentes. Esto, naturalmente, desbarató por completo los presupuestos, así que los compensó recortando el tiempo de grabación de los capítulos. Como había contratado a un director chapucero, que mataría a su madre por conservar el puesto de trabajo, le bastó con presionarle un poco para que renunciase al día de ensayo. Total, ¿para qué hace falta ensayar? ¡Esto va grabao, ya repetiremos lo que haga falta! Naturalmente, a esas alturas ya había renunciado a tener público, lo que no significa que hubiese renunciado a las risas. De lata, se entiende.

De manera que empieza el rodaje: en un día desahogado, el director apenas tiene veinte minutos para montar una puesta en escena que, según el guión, incluye tropezones, bofetadas, amagos, equívocos, enredos, miradas de complicidad, silencios significativos y otros miles de matices que, hechos con tiempo y talento, producirían risa. Pero hechos sin tiempo y por gente sin gracia, le dan a uno ganas de cortarse las venas despacio con un cuchillo oxidado. Digamos que los resultados estaban tan lejos de las expectativas como suele ocurrir con el primer polvo. Como dijo uno de los guionistas: esta serie conseguirá que el espectador se enganche... A la heroína.

Hay algo que muchos productores todavía no saben, a pesar de que todos los guionistas del mundo, y casi todos los espectadores, tienen clarísimo: la comedia es el género más difícil de todos. La querencia que le tienen muchas productoras se debe sólo a que, sobre el papel, parece mucho más barata de producir que otros géneros, como la ciencia-ficción o el thriller: las persecuciones no son en coche, sino a pie y por el salón. Las únicas batallas que hay son de almohadas. En lugar de tiros, se pegan tartazos. Pero la confección exige un primor muy superior. Además, da la casualidad de que es tan difícil de hacer como fácil de estropear. Si escribir un thriller es tan fácil como armar un castillo de Lego, la comedia se parece más a un castillo de naipes.

Y como los productores son genéticamente incapaces de reconocer que han pagado demasiado por un producto defectuoso, cuando los naipes se van a hacer puñetas jamás culpan a las estrellas. Siempre culpan al director, o a los guiones. En general, al que mejor lo haya hecho. Puede sonar paradójico, pero es que es más agradecido criticar injustamente a una persona capaz e inteligente, que acusar con razón a un tonto de baba. Porque con el primero, al menos entablarán una discusión entretenida, con argumentos de altura. Con el segundo, en cambio, nadie les discutirá, pero sólo podrán sacar una conclusión: fui un imbécil al contratar a este tío.

En resumen: el productor de la serie, que en principio estaba enamorado de los guiones, decidió que si las secuencias eran una mierda en montaje, es porque ya lo eran desde guión. Es curioso que nadie se hubiera dado cuenta de tal problema hasta que veían las secuencias montadas. Lo cierto es que el montaje tenía menos ritmo que el duque de Lugo, pero claro, ¿quién iba a culpar al montador teniendo a mano al guionista, ese hijo de perra que cobra una pasta por juntar palabras en un ordenador? Porque ahí está la clave: cualquier gilipollas puede manejar el Word, pero el Avid es otra cosa. Si los procesadores de texto fueran aplicaciones crípticas y sólo se vendieran en cirílico, los guionistas seríamos la pera.

Pero el caso es que allí está el productor, en la sala de montaje. Acaba de ver el premontaje del primer capítulo, y se ve flanqueado por un director mediocre, un montador de magazines, y una secretaria que nunca había visto un premontaje de nada. Las caras serias como si acabasen de ver las imágenes del 11-M. Y es que no hay nada más trágico que un chiste mal contado. Es como un gatillazo. Todos miran al productor. Él calcula sus posibilidades: es imposible repetir la grabación. Remontar ni siquiera se le ocurre. Él concibe el montaje cinematográfico como el montaje de un mueble de Ikea: sólo hay una forma correcta. Así que, como se árbitro de fútbol que se siente culpable por haber omitido una tarjeta incontestable e intenta compensarla con otra tarjeta injusta, el productor se gira hacia la pila de guiones que hay en una mesa cercana, y dice: ¿éste es el guión de mañana? Y se lo lleva a casa. A mejorarlo. La única razón concreta, aunque inconfesable, es que es la opción más barata. Al menos, eso parece: abrir Word, teclear, cerrar Word. Gratis.

Al día siguiente, aparece en el plató con un montón de cambios. Lo ha hecho más gracioso. Con muchas exclamaciones gritos, chistes e hipérboles sacados de Internet, y repitiendo una de cada tres frases: ¡Que no, hombre, que no! Que te digo yo que no. Que no todo el mundo es orgasmo. Que ese tío suda más que el sobaco de un churrero.

Cuando enseña por ahí sus correcciones, el guionista de plató arruga la cara, el director arruga la cara, y el director de producción... Arruga las correcciones y las tira a la basura. Si quiere cambiar algo, que lo haga con antelación. Porque hay algo que el productor no ha pensado: cada cosa que él teclea en Word, significa poner a trabajar a un equipo de cincuenta personas. Y eso ya no es ni tan fácil, ni tan gratis.

A lo largo de varios días, el productor encargar reescrituras al guionista de plató, al director, al director de producción. A nadie le gustan sus propuestas, que son tan originales como esto tiene que parecer el camarote de los hermanos Marx. Me recuerdo explicándole que la escena del camarote de los hermanos Marx sólo es graciosa en su contexto. Como todo, por otra parte. Y su contexto es: un espacio muy reducido, y unos polizones que intentan pasar desapercibidos. El humor procede de la exageración de una de esas premisas, y la contradicción hiperbólica de la otra, no de la mera acumulación de seres humanos. Si uno llena de gente, pongamos por caso, el bar de Aída, ya me dirás tú dónde cojones está la gracia.

Pero el argumento que le convenció fue: ¿no van a ser muy caros todos esos figurantes?

El caso es que un buen día, viendo que los guionistas estábamos obsesionados con proteger nuestra creación, y que pensábamos lanzar dardos envenenados contra cualquiera que nos criticase (que era gente de tanto criterio como su secretaria y un becario que nunca llegó a articular una frase más larga que sí, jefe), el productor tiró por la calle de en medio y escribió él mismo una escena. Como solía decir otro famoso productor, me arremango y lo hago yo.

Los guiones de la serie solían ocupar unos treinta folios, para once o doce escenas. La escena que escribió este lumbreras ocupaba DIEZ FOLIOS. Como era incapaz de acortarla, pero tampoco pensaba tirar a la basura todo ese esfuerzo, se la entregó al director de producción y a los actores... Sin decirles que la había escrito él. Eran, sencillamente, cambios que se habían hecho al guión.

Y aquí viene mi anécdota favorita de la serie. Por cosas como ésta adoro a los actores. Unas cuantas horas más tarde, el productor le preguntó a una de las actrices si les gustaba la escena... Sin decirle que la había escrito él. Y ella le contestó que le pasaba algo raro con el texto, algo que no le había ocurrido en veinte años de profesión: lo leía una y otra vez... Y no conseguía aprendérselo.

Grabar esa escena costó innumerables horas y tomas. Los actores no sabían por qué. Casi nadie del equipo sabía por qué. Pero yo sí. Y el productor también. Y confío en que esa irrefutable demostración de su incapacidad para hacer mi trabajo le haya quitado alguna que otra noche de sueño.

Puede que (espero que) ese productor nunca lea este blog, pero por si acaso, aquí va un consejo para él:

Deja que los profesionales hagamos nuestro trabajo. Tú limítate a pagarnos y a vivir de la plusvalía. Y si algún día quieres marcar paquete, no intentes hacer nuestro trabajo: limítate a pagarnos mejor.

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